Cuando un 31 de octubre, hace 498 años, Martin Luther
(Martín Lutero, según esa espantosa costumbre de “traducir” los nombres de las
personas) clavaba sus 95 tesis en la puerta de la Iglesia de Wittenberg, era
difícil imaginar que estaba cambiando para siempre el destino del cristianismo
y del mundo occidental en general. Fue el puntapié simbólico de la Reforma, que
luego sería conocida como “protestante”, un movimiento que en sus diversas
manifestaciones, con sus luces y sombras, sacudió profundamente los cimientos
de la sociedad medieval, transformando las estructuras religiosas, políticas y
sociales, e influyendo para que el mundo sea de la forma en que lo conocemos
hoy.
Por otro lado, se ha sostenido –con razón– que dentro
de los territorios gobernados por los protestantes, pronto se comenzó a
oprimir, cuando no directamente a perseguir, a las personas de otras
religiones. A menudo corrieron tal suerte los católicos, los judíos (son
famosas las diatribas de Luther contra ellos) y hasta los protestantes de una
línea distinta a la de la mayoría. Aunque nunca existiera una maquinaria tan
organizada como el Santo Oficio de la Inquisición, es evidente que en general
muchos protestantes pronto abandonaron el discurso tolerante que habían sostenido
desde su origen. Y creo que ahí está la respuesta al dilema: la libertad
religiosa individual es esencial dentro de la cosmovisión protestante, pero fue
muchas veces dejada de lado, sea por motivos políticos, sea por derivaciones
doctrinarias.
Las doctrinas bíblicas luteranas del acceso a la lectura
personal de las Escrituras y su libre interpretación, así como del sacerdocio
de todos los santos, sentaron las bases para sustraer de la jerarquía
eclesiástica la autoridad para juzgar en asuntos de conciencia, un presupuesto
fundamental de la libertad religiosa. Si ningún hombre o grupo de hombres tiene
autoridad para establecer qué es la verdad en términos de religión, entonces
¿cómo ha de juzgarse a quien crea algo diferente a lo que yo creo? Más aún,
¿cómo puede obligarse a alguien, mediante el uso de la fuerza pública, a
adaptarse a las convicciones establecidas por la jerarquía eclesiástica?
Decía Luther en los comienzos de la Reforma:
“La herejía nunca puede ser prevenida por la fuerza. Debe en cambio se abordada de una manera diferente, y debe ser resistida por otro medio que no sea la espada. Aquí debe ser la Palabra de Dios la que constriña”[1].
“Cada uno de nosotros somos sacerdotes [...] ¿por qué entonces no deberíamos estar autorizados a probar o experimentar, y a juzgar lo que es correcto o erróneo en materia de fe? […] “El que es espiritual juzga todas las cosas, pero no es juzgado por ninguna” […] Debemos juzgar […] todo lo que los Romanistas hacen o dejan de hacer. Debemos aplicar aquella comprensión de las Escrituras que poseemos como creyentes […] Ya que Dios habló una vez mediante un asno, ¿por qué no podría Él venir en nuestros días y hablar a través de un hombre de fe, incluso contradiciendo al Papa?”[2].
Aunque luego haya modificado sus puntos de vista,
aquél primer Luther sentó hace casi 500 años las bases de la libertad religiosa
y de conciencia que hoy reclamamos y defendemos.
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