Hace no demasiado leí una nota (en realidad esto sucedió hace algunos años atrás) en la que se relataba, con un discurso de tono heroico, como un juez argentino se había negado a retirar el crucifijo que preside su oficina en Tribunales. Orgulloso de su negativa, el magistrado respondió por escrito solicitando que su posición se haga pública. En esa misiva el juez expresaba diversos argumentos desde mi punto de vista bastante preocupantes. Entre otros, se niega a retirar el crucifijo “porque soy católico”, y porque el crucifijo “representa además, la fe mayoritaria y la identidad de nuestro pueblo”. Esta respuesta fue muy celebrada por algunos sectores integristas del país, tanto católicos como (esto me deja siempre perplejo) no-católicos. Más allá del problema de la exhibición de símbolos religiosos en espacios públicos estatales, que ya abordaremos en otro momento, me interesa ahora hacer foco en el llamado “mito de la nación católica”.
De las dos afirmaciones finales, el juez acierta en la primera y erra en la segunda. Es cierto que en Argentina el catolicismo es mayoría; pero es absolutamente falso que esa religión –y sólo esa- represente la identidad del pueblo. En eso consiste el mito de la nación católica: según esta teoría el catolicismo, que llegó a estas tierras antes de que se llame Argentina y sea un Estado independiente, colaboró con la formación de la identidad nacional, y por lo tanto existe identificación entre religión y nacionalidad. En otras palabras, ser argentino es ser católico.
La primera conclusión es obvia: cualquier otra religión se convierte automáticamente en un fenómeno foráneo. Esa ha sido la base para apuntar a otras religiones desde “amenaza comunista” hasta “infiltración imperialista”. Ese argumento ha servido, además, para dar fundamento a quienes pretenden que se enseñe religión católica en las escuelas públicas, que la legislación deba adecuarse a la doctrina católica, o que la Iglesia Católica reciba financiación directa de parte del Estado.
Sin embargo, el mito es falso. Eso no significa desde luego que la mayoría de la población no profese el catolicismo (con los límites que se señalarán más abajo). Pero sí que lo “católico” y lo “argentino” no tienen por qué identificarse completamente. Es interesante pensar, por ejemplo, que durante más de tres siglos (desde la llegada de Colón y al menos hasta 1825) ha habido un férreo monopolio legal del campo religioso que se tradujo en la prohibición de otras religiones fuera de la católica. ¿Había alguna posibilidad de que no sea el catolicismo la religión mayoritaria? Por otro lado, desde siempre han existido adherentes de otras religiones. Primero se los llamaba “herejes”; con el tiempo pasaron a ser “disidentes”; y en los últimos tiempos se los ha tildado de “sectas”. No debe ignorarse la influencia de estos grupos minoritarios en la creación de la identidad nacional.
Pero además, los números actuales desmienten la existencia de una población homogéneamente católica. En otra entrada hablaré de las estadísticas sobre la composición religiosa de la sociedad argentina. Baste aquí decir que se identifican como católicos en torno al 70% de los habitantes del país. Por lo tanto, casi una tercera parte de la población se identifica con otras religiones, o con ninguna. Es una proporción demasiado grande como para ignorar su existencia, o como para suponer (como lo hace el juez de la nota comentada) que “la Cruz no ofende a nadie”, y que “nadie puede sentirse agredido, inquieto, molesto y menos discriminado por su presencia”.
Esto no implica, desde luego, desconocer la importancia que ha tenido y tiene el catolicismo en la sociedad argentina. Pero ya es hora de entender que no puede decirse que lo católico es lo “normal” y lo no-católico es lo “anómalo”. Se puede ser tan argentino como cualquiera sin profesar esa religión.
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